– Te fui infiel — gritó Lolita. – Una y otra vez. Incluso perdí la cuenta – Continuó elevando la voz a niveles que atentaban la privacidad del pequeño edificio de apartamentos.
José miraba a todos lados, incrédulo ante las duras palabras del amor de toda su vida. Pensó en irse por la puerta y estrellarla con todas sus fuerzas pero no. La educación, la incredubilidad y la incertidumbre no se lo permitían. Se resignó, se lamentó y se encerró a pensar mientras seguía escuchando.
– Pero da igual, porque no te importa. Ni siquiera estás enojado. ¿Sabés que no tengo remordimientos? ¡Lo volvería a hacer! – A esta altura varias, muchas, demasiadas orejas vecinas se apoyaban a las paredes, puertas, ventanas o lo que sirviese para enterarse del chisme.
La cara de Lolita estaba inundada de lagrimas. Contrario a lo que indicaban sus palabras, sentía mucha tristeza y frustración. Tristeza, enojo y frustración. Tristeza, enojo, frustración y rabia.
Él solamente miraba. Incluso parecía no respirar hasta que Lolita, en un ataque de nervios, lo empujó con todas sus fuerzas y se dejó caer. Se derrumbó. No tenía fuerzas, no quería tener fuerzas. Algo más grande llegó y se las arrebató, todas de un solo tirón. Cayó y se acostó en posición fetal. Ponerse de pie no era opción, en el piso estaba más cerca del infierno y quería estar cerca. Ya había estado allí, la sensación le era familiar.
Lolita no paraba de llorar. José seguía en el suelo, esperando que se abriera y algún demonio viniese a terminar con la agonía. Parecía una escena de cine independiente: blanco y negro, poco presupuesto, sollozos feos, algunas plantas secas y dos personas pésimamente iluminadas.
El tiempo se hacía eterno y pesado hasta que un cenicero de antaño se estrelló por la pared salpicando de cenizas a todos los presentes: a las promesas que miraban decepcionadas, a esos sueños en punto muerto, a las risas que se esfumaban con nostalgia y los fantasmas de esos hijos que no fueron.
Él siguió inmovil, ella esperaba alguna expresión que nunca llegó. En su desesperación se sacó el anillo que por tantas generaciones significó amor eterno y lo arrojó tan lejos como se lo permitió su brazo cansado.
Por fín, José se movió. Se puso de pie endemoniado y fuera de sí. Caminó con pie de plomo con dirección a Lolita y sin apartar la mirada, levantó ambas manos y con todas sus fuerzas y… empezó a aplaudir.
– Te salió perfecto. Me creí cada palabra. ¡El teatro entero se va a poner de pie! – dijo tan seguro como entusiasmado. Le dio un beso en la frente y la abrazó.
Lolita sonrió más tímida que de costumbre y se recostó en su hombro con los ojos abiertos y mojados. Estaba orgullosa. ¿Estaba orgullosa?
Se puso a pensar y no tenía idea de dónde dejó el libreto. Capaz en el auto o en algún lugar junto a otras inquietudes… ni se acordaba si lo había leído.
FIN
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